En 2001, el chef francés Alain Passard decidió abrir la nueva temporada de su restaurante parisino L'Arpège, con tres estrellas Michelin, eliminando por completo la carne en una carta que se centraba en platos vegetales. Fue un escándalo.
Por esas mismas fechas, en España, el chef Rodrigo de la Calle y el botánico Santiago Orts estaban explorando el concepto de gastrobotánica. En El Huerto del Cura, un hotel de Elche, trabajaban ya con vegetales que hasta entonces nadie había usado por aquí y hoy son ominipresentes en la alta cocina: caviar cítrico, mano de Buda, cidra, salicornia...
En 2007, De la Calle abrió su primer restaurante propio en Aranjuez, con el producto vegetal como protagonista. Pero, veinte años después de que Passard comprobara que era posible tener un restaurante de alta cocina con las verduras como elemento principal, De la Calle sigue sin poder sacar la carne y el pescado de sus menús de El Invernadero.
Su nuevo restaurante, abierto primero en Collado Mediano y, después, en Madrid capital, alcanzó en solo un año la primera estrella Michelin, pero el cocinero reconoce que ha costado mucho que funcione económicamente.
“Durante mucho tiempo me encasillaron con el tema de las verduras, que yo encantado, pero ha pasado mucho tiempo para que este negocio funcionara”, explica a Directo al Paladar, en una de las tres visitas al restaurante que hemos realizado en los últimos meses. “El comer verduras aquí en España sigue siendo del que está a régimen, el que está enfermo, y con dos platitos de verduras antes del pescado y la carne es suficiente. Ahora ya vas viendo en los restaurantes que cada vez hay menos platos de marisco y foie antes del pescado y la carne. La gente ya está metiendo dos o tres platitos de verdura en sus menús, y el cliente cada vez lo demanda más”. Pese a esto, la mitad de la clientela de El Invernadero es extranjera.
Para De la Calle, “el éxito de El Invernadero pasa por conseguir que gente que no es vegetariana o vegana venga a pegarse un menú de verduras”. Nunca se ha planteado hacer un restaurante estrictamente vegetariano. Él come carne y pescado y, aunque en El Invernadero se pueden pedir menús sin nada de proteína animal, esta está presente en muchos de los platos en forma de caldos o pequeños añadidos. Pero le gustaría, asegura, quitar los platos en los que la carne y el pescado son protagonistas, que sigue manteniendo por una cuestión meramente empresarial.
“El comer con carne o pescado era lo cotidiano, pero ¿por qué?”, se pregunta el cocinero. “¿No es tan increíble un guisante lágrima como una quisquilla? Para mí sí”.
Aprendiendo de los grandes maestros
De la Calle quiso ser cocinero desde el mismo momento en que pensó a qué quería dedicarse, pues le gustaba mucho comer. Su familia, que en gran parte venía del mundo de la hostelería, le prohibió expresamente dedicarse a ello, pero al final se se salió con la suya.
Por aquel entonces, hace ya 25 años, la de cocinero era una profesión sin nada de glamour. “Antiguamente, la gente que se metía en hostelería es lo que llamaban desertores del arado o del andamio, no era gente como ahora que estudiaba hostelería”, apunta De la Calle. “Antes el que se dedicaba a la hostelería era el que no valía para nada, porque había trabajo y era una profesión horrenda. Yo empecé en Lhardy y Saturnino, que ya está jubilado, me decía: 'Aquí los que son guapos van a la sala y los que son feos como yo van a la cocina'. En ese plan”.
De la Calle comenzó a formarse en restaurantes de cocina tradicional, sin pensar en ningún momento que su carrera profesional se iba a centrar en las verduras. Pero cuarto de siglo después, echando la vista atrás, parece que su biografía estaba encaminada a ello.
“Mi padre era un hombre de campo, imagínate gestos tan sencillos como que todas las mañanas, además de tomarse su café, se tomaba una manzanilla”, explica De la Calle. “Se levantaba por las mañanas, salía de casa, cogía del parterre un par de manzanillas y las infusionaba. Como vivíamos en el campo en Jaén, cuando cocinaba, salía fuera y cogía romero, tomillo o salvia. Era súper normal. Teníamos una huerta, y cuando era verano cogíamos ciruelas y las dejábamos secando al sol. Al final del verano hacíamos conserva de tomate. Era un cosa que de manera natural me han inculcado mis padres en mi ADN como estilo de vida”.
Su conocimiento de las cosas del campo le permitió, de hecho, conseguir el trabajo que, reconoce, le cambió la vida. Tras pasar por el Huerto del Cura, donde ya encaminó su carrera hacia la cocina con vegetales, De la Calle dejó su vida en Elche para trabajar en Mugaritz, que por entonces acababa de conseguir su primera estrella Michelin, como jefe de partida (paradójicamente, de carnes). Allí aprendió muchas de las técnicas punteras de alta cocina pero, antes de volver a Elche, pasó unas semanas por el restaurante de Martín Berasategui, que se convertiría en su gran mentor y amigo.
“Un día que estaba limpiando el suelo, porque de prácticas en Berasategui pues o estás limpiando el suelo o pelando habas para la ensalada tibia, llegó una caja de porexpán”, explica De la Calle. “La abren y era un regalo para Martín de Manolo de la Osa. Había unas pelotas envueltas en tierra. Las cogen Martín y sus jefes de cocina, y no sabían lo que eran. Eran las putas mejores criadillas de tierra que había visto en mi vida. No sabían qué hacer con ello, porque es un producto que en el País Vasco no está, pero en La Mancha crecen por castigo. Me acerco y le digo a Martín que es un hongo, que no tiene mucho olor pero tienen un sabor rico. Lo llaman la trufa de los pobres. En una hora le preparé 15 platos con criadillas de tierra. Yo había trabajado con ellas. Probó las criadillas y me preguntó quién era. '¿Tú eras el que estaba en Mugaritz y no me dices nada?' Y estuvo las dos semanas que me quedaban de prácticas detrás de mí para que me quedara a trabajar”.
De la Calle no ahorra elogios para Berasategui: “Martín me lo dio todo, es mi padre profesional. Él me enderezó mucho, yo daba muchos palos a ciegas, y el sabía aconsejarme”.
El nacimiento de la cocina verde
Tras un tiempo de aprendizaje con Quique Dacosta –“el cocinero más técnico con el que he trabajado”–, y volver otro año y medio con Berasategui, De la Calle se vio preparado para abrir su propio restaurante, en Aranjuez. Pero lo hizo dando un paso atrás.
“En El Poblet [ahora Quique Dacosta] sabían trabajar todas las técnicas de El Bulli, de los Roca”, explica De la Calle. “Aprendí a desarrollarlas con sentido, no lo que pasó luego con la alta cocina, que eran las texturas por las texturas. Apareció una brigada de cocineros sifoneros que machacó lo que era el sentido de la cocina molecular. Pero aún así, a mí había algo que no me cuadraba. Yo no entendí nunca destrozar un guisante para luego montarlo, nunca lo entendí, pero molaba, y si estaba bien hecho tenía su historia. El discurso de Martín siempre me gustó, porque había técnica, pero la técnica era algo que acompañaba a un plato bien cocinado”.
De la Calle abrió el restaurante que llevaba su nombre, en Aranjuez, con una carta de cocina tradicional, bien presentada, “en la estela de Santi Santamaría”, pero con los vegetales ya en un lugar destacado de la carta. “Puse un menú que era gastrobotánica, que no pedía ni Dios, pero ahí estaba”, explica.
“El primer año el restaurante fue bastante bien pero llegó la famosa crisis de 2008, estaba recién abierto, con la hipoteca, sin experiencia como empresario... Aquello fue un drama”, reconoce. Pero el drama se transformó en oportunidad cuando el restaurante se puso en el radar de los grandes prescriptores gastronómicos del país: en 2008 le dieron un premio de la Guía Metrópoli y, en 2009, obtuvo el Premio a Cocinero Revelación de Madrid Fusión, que fue su gran trampolín. “Lo demás fue una pelota que se fue haciendo sola”, reconoce.
Ya en 2009, en su charla de Madrid Fusión, De La Calle habló de sostenibilidad, equilibrio, pérdida de biodiversidad... Cuestiones que han sido fundamentales en la gastronomía del último lustro, y hoy casi son un lugar común vacío de contenido.
“De repente a todo el mundo se le ha despertado la conciencia ecológica, la gente piensa en comer mejor”, explica De la Calle, no sin cierto resquemor. “El discurso que yo tenía era el que está de moda ahora: sostenibilidad, respeto, equilibro, comer más sano...”
El Invernadero hoy
Ha llovido mucho desde entonces, pero De la Calle no ha dejado de explorar nuevas propuestas en torno a los vegetales. Hoy El Invernadero es un restaurante consolidado, con una de las propuestas gastronómicas más atrevidas de España, que nadie debería perderse.
En los últimos años, De la Calle junto a su jefa de cocina y mano derecha, Diana Díaz, han explorado un sinfín de técnicas en torno a los vegetales: fermentados, cortes novedosos, maceraciones, asados a la sal, cocciones al vacío... De todo. Aunque preguntado por su mayor descubrimiento, el cocinero es claro y se queda con las demi-glace vegetales, una técnica que presentó el pasado año en Madrid Fusión.
“Cambian el juego, nos han abierto un camino increíble”, explica De la Calle. “Tienes una carne y todo el mundo se la imagina en un restaurante con su demi-glace alrededor. Yo quería tener lo mismo en las verduras: hacer un plato de zanahoria con demi-glace de zanahoria”.
Las demi-glace se elaboran con caldos potendes de carne y verduras muy reducidos y con mucho contenido en colágeno, lo que le da su textura característica. Para hacer esto mismo con vegetales hay que utilizar el mucílago, la proteína equivalente al colágeno en el mundo vengetal, presente sobre todo en algas y legumbres.
“Ya tenemos cinco productos distintos para texturizar, con una base de caldo de garbanzos y verduras, y lo podemos hacer con la verdura que queramos. Tengo demi glace de limón, remolacha, jengibre, apionado, cerezas...” En nuestra visita probamos una demi-glace de boletus que tenía toda la intensidad de un fondo de caza, pero estaba elaborado solo con vegetales y la propia seta. Una pasada.
Es un plato que bien podría repetirse año a año pero, exceptuando el tartar de remolacha –el único clásico que se mantiene siempre en el menú– es difícil comer dos veces lo mismo en El Invernadero. Los menús cambian cada semana, en función de la temporada. “Tengo una tara, y es que constantemente estoy metiendo platos nuevos en el menú”, reconoce De la Calle, mientras nos enseña su hoja de trabajo.
En este folio, de tamaño A4, se recoge el menú de la semana, con sus respectivos maridajes, los platos que han entrado nuevos, los que salen, y en los que se está trabajando para próximos días. También los distintos maridajes, de vino –todos ecológicos– y de bebidas fermentadas con o sin alcohol, en las que se ha centrado mucho últimamente De la Calle, no sin levantar polémica entre algunos popes del mundo del vino.
Un restaurante sin camareros
“Normalmente un sumiller abre botellas que elabora otro”, explica el cocinero. “¿No sería más bonito abrir unas botellas y hablar de lo que tú haces? ¿No es más bonito decir he cogido unos apios, los he licuado, los he fermentado, le he añadido flores, he añadido fermentos, he parado la fermentación a tantos grados...?”
De la Calle es muy crítico con la forma en que se trabaja la bebida en la mayoría de restaurantes: “Los vinos tienen que casar con la comida, no la comida con los vinos. La gente va a los restaurantes a comer, no a beber. Y si va a beber vino pobrecito del cocinero que trabaje en ese restaurante. Yo soy de los que piensan que las catas visuales y olfativas del vino son la cosa más pedante del planeta, y aburrida, y conozco a mucha gente del mundo del vino que piensa igual que yo y no lo dice. Pero yo como estoy acostumbrado a los leones me da igual”.
Quizás por esta peculiar relación de De la Calle con la sala, en El Invernadero no hay camareros. Son los propios cocineros los que realizan el servicio. “No es que no haya camareros, a veces hay alguno, pero cuando yo le pido a un camarero que prepare sus propias bebidas, la mayoría no quiere”, explica. “Si hay algún camarero que quiera trabajar conmigo y elaborar su propia bebida que me envíe el curriculum”.
Así que, ya sabéis, trabajar en uno de los restaurantes más interesantes de España está a golpe de clic.
Qué pedir: el Invernadero cuenta con cuatro menús. Tres más cortos: uno solo de verduras (98€), uno que termina con pescado (110€) y otro que termina en carne (120€). El menú largo, Vegetalia (150€), tiene a los vegetales como absolutos protagonistas. Es un buen restaurante para pedir maridaje, nuestra recomendación es el maridaje que combina vinos con las bebidas fermentadas con alcohol hechas en casa, que merece la pena probar y no es caro (35 € por siete copas).
Datos prácticos
Dónde: Calle Ponzano, 85. Madrid
Precio medio: Entre 100 y 200 euros.
Reservas: en la web de El Invernadero.
Horarios: cierra domingos y lunes.
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